domingo, 27 de marzo de 2011

En capilla

Para cualquier intérprete (actor, showman, cantante, etc.) no hay momento de fragilidad mayor que los últimos retoques ante el espejo minutos antes de salir a escena. La batalla puede ganarse o perderse, el examen aprobarse o bocharse, coronar el campeonato o malograrse, cortar la cinta o salir último, alzarse con el título o darse contra la lona, lograr la pirueta peligrosa o terminar contra la red o el piso. La apoteosis, el aplauso tibio o el fracaso rotundo. Todas las posibilidades están abiertas. La gloria o Devoto. Y no importa que sea el estreno o la función número mil. No importa que se sea un ladrón de gallinas, un artista comprometido, un perfeccionista, un obsesivo, un mentiroso curtido, un primerizo, una vieja gloria que se retira. Todos tienen en su haber esas noches en que nada sale como debiera. En que todo está mal y el tiempo se congela. En que la función parece no acabar nunca, dura, se estira, se multiplica. Cuando huir es imposible, permanecer, una tortura. Y ¿si esta noche es una de ésas? Sólo hay que confiar en que el duende baje, que no te trague el lobo, que el público no esté pintado, que no te salga un gallo, que la memoria no te falle y el músculo te responda. Cruzar a nado el océano, sobrevivir al desierto, imponerse a la duda, no arruinar el truco, regresar del olvido, del fracaso, de la indiferencia, del miedo. Que para eso se es artista de representación en vivo y no pintor, escultor, escritor o boletero. Dios nos bendiga, nos lleve de la mano, nos dé coraje o al menos la decencia de no hacernos encima. Amén.

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