miércoles, 13 de abril de 2011

La bicicleta

Aprendí a andar en bicicleta en un par de horas. La mañana de mi séptimo cumpleaños, me regalaron una bici. Vivíamos en Catamarca por aquel entonces. Después del desayuno, papá me llevó al callejón que daba a la casa de mi abuela materna. Papá descreía de modernidades tales como las rueditas, la paciencia o el aprendizaje paulatino, y adhería con fervor al lema de A-golpes-se-hacen-los-hombres. Contaba a mi favor que pedaleaba (por el triciclo) y tenía alguna noción de equilibrio por ser un as con el monopatín. Me subió, me dio indicaciones y me sostuvo una vuelta completa por el callejón. Regresamos al punto de partida, me sostuvo unos metros más y me soltó. Me caí, lloré y me puteó. Me volvió a subir, me sostuvo otros metros, me soltó y otra vez al suelo. Volví a llorar y él volvió a putearme. El proceso se repitió varias veces, con la variante de que yo lo puteaba por lo bajo entre mocos y lágrimas. Mamá, para darme un recreo, apareció con un jarro de mate cosido con leche. Su cara mostraba preocupación, pero no dijo nada. Había entre ellos un acuerdo de no discutir delante de los hijos las decisiones del otro para no socavar la autoridad ejercida. Se fue, y retomamos la clase. Al rato apareció la tía Martina, que como no tenía ningún acuerdo previo, le sugirió que diera por terminada la lección, al menos por el momento. Papá con elegancia y caballerosidad le dijo que no se metiera en donde no la llamaran y otras sutilezas de igual estilo. Comprendí que me convenía dominar el secreto del equilibrio si no quería que nos sorprendiera la noche entre caídas, llantos y puteadas. Y esta vez me sostuve unos metros antes de caerme. Creo que me caí de la sorpresa por haberlo logrado. Me levanté, no permití que me ayudara, comencé a pedalear, me senté y me sostuve. Me caí cuando intenté la curva, pero ya sabía andar en bicicleta. Papá se acercó, me acarició la cabeza y me llevó a la casa para limpiarme los magullones y las raspaduras. Volví a la bicicleta y gasté el callejón el resto de la mañana. Tuvieron que llamarme como tres veces para que fuera a almorzar. Papá estaba orgulloso y miraba sobradoramente a las mujeres que habían pedido clemencia. Y yo estaba feliz. San Isidro, Valle Viejo, Catamarca era entonces el paraíso para andar en bicicleta. Cielos amplios, horizontes inmensos y pocos autos. La bicicleta me daba la libertad de ir adonde se me diera la gana y más allá. Exploré cuánto camino se me puso enfrente y sólo el cansancio me detenía. Llegué tarde a varios almuerzos y cenas, y aunque me retaron, no me importó porque estaba empachado de aire, de luz, de aventura. Muchas cosas le reclamé a mi padre y me lamí unos cuantos traumas hasta que cicatrizaron, pero jamás resentí la violencia impuesta en el aprendizaje de andar en bicicleta porque fue el preludio a la felicidad. Entre muchas otras cosas que me legó, tres reconozco como deudas primordiales: los libros, el cine y la bicicleta. Gracias. Gracias. Gracias.

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