sábado, 17 de septiembre de 2011

Lettera

Las máquinas de escribir portátiles fueron las precursoras de las netbooks, las notebooks, las laptops, al menos para los que las usamos principalmente  para escribir. Se publicitaban como algo ultramoderno con lo que podíamos escribir en bares, al aire libre, en medios de transporte, etc. Aunque más chicas que los mamotretos que se usaban en las oficinas, eran igual de ruidosas. Jamás vi a nadie que las usara en un bar, pero si alguien se hubiera atrevido, le hubieran dicho que se fuera o que parara. Portátiles, eran, pero al lado de los aparatitos modernos, pesaban como una culpa. Casi todos teníamos una, en la mitad del secundario, nuestros padres nos la compraban para que presentáramos nuestros trabajos con mayor prolijidad. Hacíamos cursos de mecanografía, y las puntas de nuestros dedos sacaban bíceps porque las teclas eran duras como bloques de cemento. La que más se comercializaba aquí era de Olivetti y se llamaba Lettera. Las valijitas cambiaban, las había muy serias, grises o marrones, y a medida que lo pop o lo hippie se imponían, los diseños se hacían más coloridos y audaces. Cuando escribíamos algo personal nos sentíamos Hemingway, más que nada porque las revistas de actualidad de la época siempre ponían la misma foto de él, tipeando sabrá Dios qué genialidad en su portátil en la galería de su casa cubana. Yo perdí la mía en el último año de la facultad. Alguien se olvidó de devolvérmela. En un momento difícil de mi vida, en que una máquina podía o no serme útil para repartir esperanzados currículos, la vida me regaló otra a través de una amiga. Y si escribo esto no es para acompañar estas fotos si no porque la casualidad metió otra vez la cola. Volvía de mi última clase, a las 10 y media de la noche y vi frente al bufete jurídico contable por el que suelo pasar que habían dejado cajas con libros y carpetas vacías para los cartoneros. Como los libros me pueden, me puse a revolver. Hallé un par de novelas de Agatha Christie que fueron a parar a mi bolso. Una ya leída, otra no, pero que leeré este fin de semana. Los demás libros era códigos perimidos y aburridos tratados de contabilidad, pero en el costado de la última caja había una portátil. Fue impulsivo. No lo pensé. Simplemente la agarré. Era una Lettera de valijita gris, como la  que siempre había querido. La mía tenía un estuche hipposo, ya no venían en gris cuando la compramos y mi madre casi me mata porque yo no la quería, no era gris. Llegué a casa, la pasé un trapo, la abrí y vi que estaba en buen estado, hasta una cinta medio nueva tenía. Puse una hoja y tipeé una carta de amor de Simón Bolívar que me aprendí para un espectáculo y que creí que había olvidado. Pensé que después de tanto número y escrito abogadil, un poco de sentimiento no le vendría mal. Fluyó agradecida.

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